jueves, 30 de julio de 2020

Manifiesto antiperfeccionista

Recuerdo las tardes de verano. Mi madre abría la ventana y el aire fresco de la tarde movía las cortinas que daban al corral. En el corral - que no se llamó patio hasta que nos enseñaron a avergonzarnos de ser de pueblo y andaluces- mi madre criaba gallinas y pavos en libertad. De vez en cuando abría el portón y salían a comer los granos que se libraron de la siega. En el corral crecían sampedros color rosa fucsia y amarillo limón que eran como un perla entre herrizas.

Con cuidado ensartaba el hilo en la aguja y luego ponía en su sitio el pequeño bastidor de bordar. Entonces comenzaba el ronroneo dulce y monótono de la máquina de coser. Al entrar en casa, cuando volvías de la escuela o de jugar con las amigas, esa música te anunciaba que ella estaba allí, que entrabas en terreno seguro.
La de mi madre era una Alfa negra con mueble, cajones, rueda de metal con cordón y pedal.
De esa máquina y de la constancia y pasión de mi madre por la costura salieron pantalones, camisas, faldas, vestidos, sábanas, cortinas e incluso los calzoncillos de mi padre. En manos de mi madre unos tristes retales se convertían en nuestros atuendos de andar por el mundo. Yo todavía la recuerdo con los alfileres en la boca ajustándome las telas al cuerpo para que el vestido saliera garboso.

Este recuerdo del rumor armonioso me ha hecho pensar en todas las mujeres con sus máquinas de coser en el mundo. En las manos que enhebraban, los pies que pedaleaban, los tejidos que se convertían en prendas para vestir a los suyos.

Internet me dice que la primera máquina de coser fue patentada por Thomas Saint en 1790; pero no fue hasta 1830 que la máquina se afianzó en la industria de la mano del sastre francés Barthélemy Thimonnier. Dice que en 1860 comenzó a ser vendida para uso privado y en las casas, incluso en las pobres, su música se acomodó entre la de las conversaciones, los locutores de la radio, la cuchara chocando con el plato, los gritos de los niños.
Una camisa que necesitaba catorce horas de trabajo podía ser cosida en una hora. Este aparato que en manos de nuestras antepasadas fue un regalo caído del cielo, en manos de los hombres de negocios significó el cambió del modo de hacer la ropa: Cada vez más rápida, más perfecta, más barata.
A mediados del siglo XX irrumpió el polyester. La industria textil creció de un modo espectacular hasta

convertirse en una pesadilla medioambiental.
Una gran parte de las 700 toneladas de las emisiones de microplásticos proceden de esta industria.

La producción a gran escala y el uso de mano de obra femenina mal pagada son las madres de este desastre. Tres cuartas partes de las trabajadoras de esta industria son mujeres, sin derechos laborales, lo que permite a las grandes corporaciones presentar, cada dos meses, nuevas colecciones y colocar el atractivo cartel "rebajas" en los restos de las anteriores.
Incentivados por una publicidad agresiva que genera una irrefrenable necesidad de "lo nuevo", los consumidores amontonan montañas de trapos de los cuales se recicla solo una ridícula parte.
Las mujeres que bordan "The future is female" en Marruecos no saben que significa "future" ni "female" pero las mujeres occidentales compran en HM las camisetas rebeldes.
Estas mujeres dobladas sobre la máquina de coser, trabajando hasta el desmayo, muchas veces abusadas sexualmente por impunes jefes de plantilla, son las que nos cosen los perfectos sloganes sobre nuestro modo de ser guay blanco: el antirracismo blanco, la antixenofobia blanca, la antihomofobia blanca salen de las manos de mujeres que llevan cosiendo desde los catorce años durante doce o catorce horas diarias sin días libres.

Todas hemos oído que detrás de un hombre con éxito hay una mujer fuerte. No nos engañemos, detrás de los hombres de éxito hay muchas mujeres, fuertes, sí, claro, y cansadas y explotadas.

Este sistema hace más barato comprar ropa nueva que reparar la que se tiene. Pero sabemos que esto no puede seguir así, generando almacenes de trapos y abusando de mujeres de países pobres.

Cuando hablamos de industria de la reparación o el reciclaje, mucha gente responde que que las trabajadoras pueden perder sus trabajos repitiendo lo que los patrones dicen. En lugar de exigir sueldos decentes y jornadas de trabajo más cortas preferimos la continuidad de la industria en nombre de "mejor lo malo conocido"
La ropa es más cara al pagar mejores sueldos y bajar la jornada laboral, pero eso incentiva la reparación o el reciclaje
El remiendo puede crear un cambio interior y exterior y sobre todo mejorar la vida de quienes hacen nuestros trapos
Las reparaciones visibles antes eran sinónimo de pobreza, en la historia de la literatura, me viene a la cabeza Oliver Twist, la ropa remedada era el sello de los miserables, por eso los pobres no quieren llevarlas, solo los ricos pueden llevar ropa destrozada sin problemas porque eso no afecta a su estatus, por eso reparar y reciclar es apostar por un cambio profundo.
La reparación de la ropa puede ser creativa y atractiva. Que se lo pregunten a mi madre convirtiendo un retal en una cortina bordada.

El remiendo tiene mucho que ver con el feminismo y el decrecimiento.
El Capitalismo y su idea del crecimiento eterno e infinito es una falacia.
No sabes cuanto estás haciendo por el clima y el medio ambiente cuando reparas, cuando sacas una camiseta de tirantes de una de manga larga y con las mangas de la otra conviertes un vestido de manga corta en uno de manga larga.
Justamente estos días en que se ha frenado todo un poco hemos entendido la terrible dependencia que tenemos del consumo de cosas inútiles. Es una ansiedad incontrolable y sin embargo puede ser sustituida muy fácilmente por otras actividades. Eso lo hemos visto también. Unos días con las tiendas cerradas y hemos sobrevivido. Es cierto que ha sido una catástrofe para muchas personas y negocios pero es justamente esa situación de catástrofe que debemos usar para entender que urge el cambio. Que se necesitan nuevas vías para no galopar sobre el desastre ecológico con gafas de colores.
La ropa reciclada no es perfecta, pero quién demonios quiere ser perfecta.
Me compré una máquina de coser hace unos meses y la adoro. Es su música la que me lleva a las tardes de verano, a mi madre, y a mi abuela junto a la chimenea, en su casa de techos de madera con empedrado en el pasillo para que pasaran las bestias a las cuadras. No vaya a pensar alguien que estoy haciendo un manifiesto a la pobreza como nos hace el zorro viejo de Pepe Mújica de vez en cuando, se puede y debe hablar de lo que hubieron de padecer estas mujeres de la Andalucía latifundista, pero en su momento, ahora estoy sentada con mi madre y mi abuela dándole al pedal.

Cuando coso digo no al perfeccionismo, no a los modelos de belleza, no a la juventud eterna. Es un manifiesto el coser, cuando mi hija o mi hijo me dan un pantalón para que les repare un descosido o un agujero, suena la música de mi madre y mi abuela y siento un gran respeto por ellas y por mí misma. El tiempo va lento y las piezas que eran nuevas ayer hoy necesitan atención.

Mis amigas de la infancia llevaban en sus vestidos la marca del dobladillo bajado hasta lo imposible para aprovecharlos de hermana a hermana o de prima a prima.
Alguien nos enseñó a avergonzarnos de nuestras imperfecciones, alguien señaló la marca delatora, el talle que había quedado demasiado alto, las mangas demasiado cortas y lo que era de una belleza única pasó a ser símbolo de pobreza y la pobreza debe ocultarse como una falta propia.

Hoy nos atacan mucho más duro con los ideales, esos que no nos dejan espacio para respirar, para ser, que nos impiden ser gordos en paz, bajos en paz, viejos en paz. Más que nunca hay que escuchar el murmullo de la máquina de coser, dejarse llevar por el encanto de enhebrar la aguja y elegir el botón en la caja de los botones usados. Esa música es revolucionaria, ataca las normas impuestas, nos hace buscar la felicidad fuera del perfeccionismo, porque ahí, como bien sabemos, hemos pasado mucho tiempo, y solo hemos encontrado soledad y vacío. 

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