sábado, 4 de julio de 2020

Felipe y Letizia de tournée

Aquella noche dormí en casa de mi prima. Al amanecer nos despertaron campanadas a muerte. Se había muerto Franco y no había escuela. Teníamos seis y siete años respectivamente y Franco era para nosotras el hombre de la foto sobre la pizarra y el enano decrépito que daba discursos en la televisión de la taberna.
 Mi familia paterna lloró mucho, pero luego se consoló con Fuerza Nueva y luego conAlianza Popular y luego con el PP y luego se dividió su devoción entre PP y VOX. Al Rey no lo querían, ningún fascista quiso jamás al rey del que se reían cuando era príncipe y al que aceptaron porque la palabra "república" les abría las ganas de fusilar.
   Yo no era nada entonces.  Era una niña y tenía mi propio mundo.  Pero en la casa de mi tío Paco, en la televisión en color que se trajo de Alemania, pude ver el entierro del que recuerdo casi nada. De la  coronación de los reyes sí me acuerdo porque la reina llevaba un vestido rosa, muy feo, pero rosa fucsia que era mi color favorito después del amarillo limón.
  Yo no sabía que se estaba acordando a mis espaldas el futuro  el mundo que yo conocía. 

No sabía que un día me haría comunista gracias a un profesor de primero de BUP que se enamoró de mi facilidad para escribir; que dejaría de creer en Dios y en sus instituciones; que un día dos policías blindados me abrirían la cabeza porque quería un mundo en paz;  no sabía que un encantador de serpientes tomaría las riendas del país durante catorce años y que un monstruo acomplejado le sucedería, y que ambos formarían un triunvirato de poder junto a un nacionalista catalán amigo de meter la mano en los bolsillos ajenos. 

 No sabía que todo esto sería posible porque se había acordado el retorno de la monarquía, el entierro de la república y sus valores de libertad e igualdad, y  se había firmado  la "omertá" en cuanto a la figura de la familia real para  conseguir que la amasemos.  No sabía que se había amarrado para siempre el pensamiento de izquierdas y que ya no volvería jamas. 

Decían que el rey era muy campechano y la reina muy buena, que las infantas eran modosas y el niño un  príncipe de cuento. Se decía que la familia real había traído la democracia y que no aceptar a la familia real era ser un meteinfiernos. 

   A mí no me gustaban los reyes, por instinto. No me gustaban, como no me gustaban las serpientes. Algo que una no podía explicar porque entonces yo no podía saber que el rey supervisaría todos los asuntos políticos del país durante treinta años, que  acordaría la defenestración de Arias Navarro, el hombre que lloraba por la muerte de Franco; que nombraría a Suárez, su cachorrito de la falange;  que acordaría la legalización del PCE con un Carrillo domesticado y grácil; que sería el elegido cabecilla del 23F pero que pasara lo que pasara él se salvaría; que conocería a lo que se iban a dedicar los GAL y lo que se acordaría con ETA, que apoyaría la Guerra de Irak y  que sería mucho más poderoso de lo que la Constitución le permitía y que esa misma Constitución lo blindaría como un nueva dictador, un dictador sutil, de rostro amable, con ciertas formas democráticas bajo las cuales bullíría una clandestinidad de sobornos, robos, camarillas y despachos.
  Yo no podía saber que ese hombre campechano, que ni pinchaba ni cortaba, objeto de chistes y chascarrillos, vivía como un ganster apoyado en el ejército franquista, los tribunales franquistas y los servicios de inteligencia franquistas convertidos de la noche a la mañana en democráticos, y encargados de acorazar su  existencia y de convertirlo en el hombre mejor informado del país. 
 El pánico del pueblo a una nueva guerra civil fue el colchón en el que durmió bien el monarca sus primeros años de reinado.
 Cómo iba yo a saber que el tiempo y quién sabe qué otros tejemanejes lo irían desgastando y que las mismas camarillas de poder se encargarían de ir filtrando el basurero que era la Casa Real, sacando a la luz vicios del monarca, ni nuevos ni desconocidos, pero siempre escondidos. 

  La guerra era  ya algo lejano y la resurrección de la antipatía a la monarquía ha sido siempre un fantasma recorriendo los palacios. El  rey pediría disculpas y nos dejaría a su hijo. 

 No podía saberlo pero como en esas fotos en que nos miran los antepasados sin saber que existimos, aquellas campanadas a muerte traían toda esta historia. 

    Nos presentaron al hijo como el ángel incontaminado dentro de un lodazal. el ser inmaculado dentro del burdel, el chico bueno casado con plebeya, el inocente entre los inmorales. 
Entre  los avatares de un país destrozado se le recomendó quedarse en casa y hacer el menos ruido posible.  La revista Hola le hizo reportajes íntimos en los que se nos presentaba como un tipo normal, uno de nosotros solo con mejores muebles y la casa más grande. 

  Pero en  medio de un país asustado por una epidemia, algo que ya se creía medieval, temeroso del empobrecimiento  y de los jinetes del Apocalipsis, cuyo galope parecía retumbar sobre las calles desiertas, nos enteramos de lo que sabíamos, que el padre era un delincuente y que el hijo heredó el arte del crimen. 

 Con lo a gusto que está la familia con sus niñas y su jardín y los sacrificados  reyes han tenido que salir de tournée, pero París bien vale una misa. 

   Se han puesto las ropas más baratas, Zara y Mango, y se han echado a los barrios paupérrimos, a apoyarse en las barras, a probar helados, a hablar con la miseria para salvar el pellejo. Una prensa servil y rastrera va contando la crónica del espectáculo. Bravos y vivas se escuchan desde la platea, baños de masas y  gloria a la monarquía. 
Los silbidos del gallinero no interesan por ahora. Hay que mantener el vodevil como sea, a costa de lo que sea...

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