jueves, 9 de julio de 2020

Carlos IV: El Príncipe de Asturias y la Trinidad sobre la tierra. (Primera parte)



Los Borbones del siglo XVIII no estaban muy bien de la cabeza, a excepción de Carlos III, dedicado compulsivamente a la caza para huir de la locura que había azotado sin piedad a su padre Felipe V y a su hermano Fernando VI. El reformismo borbónico del que hablan los libros de Historia es la labor de los miembros de sus despachos y sus ministros empeñados en modernizar el país según las ideas de la época "todo para el pueblo pero sin el pueblo
  Lo poco que se hizo en el XVIII cayó en manos de los Borbones del XIX  en el que España iba a ser un circo, un grotesco espectáculo  que dejará los más siniestros episodios de nuestra historia.  El triste siglo XIX, el de los pronunciamientos, se puede resumir en el grito del pueblo aclamando la vuelta del absolutismo como comparsas de la nobleza, haciendo de caballos de sus carruajes: "Vivan las cadenas"

   Qué alegría más grande se dieron Carlos III y María Amalia cuando  el 11 de noviembre de 1748 nacía  en el Real Sitio de Portici, sobre la bahía de Nápoles y a los pies del Vesubio, un hijo varón y sano.
  Después de cinco niñas y el niño Felipe Pascual, con problemas mentales;  este recién nacido parecía por fin asegurar la continuidad de la sucesión.  Después vendrían cuatro hijos más,  Fernando, el Vito Corleone de Sicilia del que ya hemos hablado, Gabriel Antonio, Antonio Pascual y Francisco Javier.
   De todos el más inteligente era Gabriel y por tanto el preferido del padre, pero en las reglas de la herencia real no prima la inteligencia sino la primotenitura.
  Carlos, a pesar de saberse heredero, envidiaba a  Gabriel. Su infancia estuvo marcada por los celos hacia su hermano dando ya muestras de su escasa inteligencia y simplonería y dejando ver una de las características de su personalidad: servilismo con los poderosos y crueldad con los débiles.
  Este es el rey al que le tocó gestionar los vientos de la Revolución Francesa y la Europa de Napoleón. Pobre España.

  Aunque  con el padre se mostró siempre amable y complaciente, con los criados tenía momentos de sorprendente y desproporcionada violencia ante cualquier bagatela.  Lo mismo se mostraba campechano con sus inferiores  que los insultaba y los mandaba azotar sin piedad. Un hombre acomodaticio e infatil que prefería vivir en Babia a afrontar los problemas

  Siendo príncipe solía levantarse temprano y oír dos misas; luego hacía algunas manualidades, sobre todo le gustaban las labores de ebanistería y de  zapatero remendón. Tras los momentos de diletantismo proletario se iba de caza, movilizando cada día seis coches, una docena de guardias, cien caballos y doscientas mulas. La caza le excitaba hasta el paroxismo. En cierta ocasión ordenó liquidar a cañonazos a un rebaño de siervos que sus servidores habían agrupado para tal fin.

  Como su tío Fernando, podía mostrar un rostro amable y casi perezoso,  y otro terrible, agresivo y violento; así por ejemplo cuando hubo de  concertarse un matrimonio de conveniencia mostró la misma cómoda mansedumbre que su tío pero no dudó en pedir que la guardia Valona masacrase al pueblo de Madrid exaltado por los fuegos de artificio y las explosiones de las celebraciones:

En diciembre de 1765 a los diecisiete años se casó con su prima María Luisa de catorce; hija de Pippo, el hijo preferido de Isabel de Farnesio.  Las bodas de los príncipes se celebraron en La Granja de San Ildefonso el 4 de septiembre de 1765, tres días de celebraciones, corridas de toros y represetaciones teatrales siguieron al enlace de los Príncipes de Asturias. La anciana Reina Madre Isabel de Farnesio veía con satisfacción  como al final de su vida, dos nietos suyos ocuparían el trono de España.

  María Luisa se instaló en el Real Palacio  donde se aburría con la sobria etiqueta de Carlos III.   Los embarazos y abortos se sucedían, los deseados varones tenían corta vida mientras las hembras, inútiles para la sucesión,  se criaban sanas y fuertes. En 1784 nació por fin el Escorial el futuro Fernando VII, monarca que superó a su padre en cuanto al ominosa memoria que dejó en la Historia.

Entre parto, aborto y parto corrían por la  Corte habladurías sobre la vida extraconyugal de la princesa de Parma,  de las cuales el único que no parecía o prefería no enterarse era el principe bobalicón. Pensaba que una princesa no osaría encamarse con un hombre de más baja cuna que la suya, y dado que el único que había en la Corte más importante que el esposo era el padre, podía dormir tranquilo.  Se comenta que cuando le dijo esto al padre, este le respondió: Pero qué tonto eres hijo mío.
 Todos los grandes de España y los más fornidos militares pasaron por el lecho de María Luisa quien incluso se sentía ofendida si escuchaba que  las listas de amantes de las  Duquesa de Alba y Osuna eran más prolíficas y brillantes que la suya.

 Los escándalos llegaron a tal grado que el mismo rey Carlos III llegó a expulsar a un gentilhombre de cámara  para frenar las habladurías. El simplón de Carlos intercedió por el amante de su esposa porque sin él María Luisa se sentía sola y desdichada.
 Sobre la paternidad de los hijos de María Luisa hay razonables dudas, pero como la susodicha era Borbona, no hemos de preocuparnos por la sangre real.
   Entre amante y amante apareción un hermoso joven en la vida de los Príncipes: Manuel Godoy.
Manuel Godoy era hijo de  una familia de la pequeña nobleza y muy moderada fortuna. Esta precariedad económica le llevó a integrarse en el cuerpo de guardia de la Real Persona en la que, en el otoño del año 1788 y con veintiún años, fue nombrado guardia de corps de los Príncipes de Asturias. 
  Se cuenta que durante un  trayecto hacia La Granja al joven Godoy se le encabritó el caballo y lo arrojó al suelo en presencia de los Príncipes.  María Luisa le echó entonces el ojo al galán
y tan feliz estaba con el triangulo amoroso que llegó a  exclamar : «¡Somos la Trinidad sobre la Tierra!» a.

   En diciembre de 1788, la muerte de Carlos III y el ascenso al trono de su hijo dispararon ya de forma incontenible la fulgurante carrera de Godoy, que muy bien resumía en pocas líneas la magistral pluma de Pérez Galdós en el primero de sus Episodios Nacionales, cuando escribió:

   […] España y el mundo todo vieron con sorpresa que era elevado a la primera dignidad política aquel mismo joven de veinticinco años, ya colmado de honores inmerecidos, tales como el ducado de la Alcudia y la grandeza de España de primera clase, la gran cruz de Carlos III, la cruz de Santiago, los cargos de ayudante general del Cuerpo de Guardias, mariscal de campo de los reales ejércitos, gentilhombre de cámara de Su Majestad con ejercicio, sargento mayor del Real Cuerpo de Guardias de Corps, consejero de Estado.  superintendente general de Correos y Caminos, etc."


En muy poco tiempo, el inteligente y ambicioso extremeño, se había convertido en el verdadero amo del país, desalojando de los ámbitos del poder a los veteranos y acreditados políticos. Se afirmaba sin tapujos que incluso el mismo Rey no era inmune a los encantos y valores eróticos del joven.

Cuando el 14 de julio de 1789 el volcán estalló al otro lado de los Pirineos y el pueblo de París tomó por asalto la odiada fortaleza de La Bastilla, Carlos no tuvo naturalmente conciencia de lo que todo ello significaba. El Gobierno español, presidido por Floridablanca, se aprestaba a cerrar a cal y canto la frontera para evitar la expansión de la marea revolucionaria. Luis XVI se había visto obligado a jurar una Constitución y el análisis político de Carlos IV fue  :«Mi primo se ha olvidado de ser rey.»
  Ante la urgencia de la nueva situación, el Santo Oficio de la Inquisición volvía por sus fueros y se entregaba ahora con absoluto ardor a la defensa antirrevolucionaria, fomentando delaciones, deteniendo a personas y confiscando cualquier publicación mínimamente sospechosa de servir como propaganda del temido virus.
Temeroso de la amenaza que Godoy representaba, Floridablanca informó al Rey sobre la espinosa cuestión de los amores de la reina y el valido.  El resultado fue la detención de Floridablanca y su  destierro de la Corte, apartado de todos sus cargos.
 
 Como aviso para todos, quedaba así claro que la Trinidad no admitía que nadie se metiese en sus asuntos íntimos.





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