martes, 14 de abril de 2020

Literatura y epidemias: Saramago "Ensayo sobre la ceguera"


Las fotos que se comparten en las redes sociales sobre ciudades despobladas con grandes avenidas desiertas y calles silenciosas, en algunas de las cuales se han atrevido a adentrarse animales a la búsqueda de alimento o movidos por la curiosidad; nos traen a la realidad escenarios que solo habíamos imaginado leyendo novelas o visto en el cine.
Milán, Nueva York, Madrid, Barcelona, Roma, Londres son hoy ciudades fantasma, lugares distópicos donde todos lo sueños de la humanidad parecen haber colapsado. 
Muchos páginas han surgido del relato de pasadas o hipotéticas futuras epidemias. Me vienen a la cabeza el Edipo de Sofocles que nos muestra una Tebas asolada por la enfermedad, (las fiebres tifoideas que devastaron Atenas, según estudios científicos posteriores) el Éxodo bíblico que describe el horror de las plagas enviadas por Dios sobre Egipto; en El decamerón Boccaccio dibuja una Nápoles asolada por la peste bubónica mientras un grupo de privilegiados huye a una mansión del campo donde creen que se mantendrán a salvo de la enfermedad;no les puede alcanzar ; el mismo esquema seguirán Los cuentos de Canterbury sobre el escenario de la peste en Londres, tema tratado también por Daniel Defoe; también Camus toca el tema de la peste en su novela homónima, pero una peste contemporánea en una ciudad semejante a las que vemos hoy; La máscara de la muerte roja de Allan Poe se centra en un grupo de burgueses que danzan disfrazados tratando de no ser encontrados por la enfermedad que supone la muerte; el protagonista de Muerte en Venecia de Tomas Mann va tomando conciencia, junto a su dilema personal con la belleza represetnda por el joven Tadzio, de los cambios que se van produciendo en la ciudad debido a la llegada del cólera; también Yan Lianke nos narra la llegada de una terrible epidemia a la aldea Ding donde unas espantosas fiebres hacen caer a sus habitantes como hojas de un árbol y Saramago en su Ensayo sobre la ceguera del que trata este artículo tocará de un modo magistral la condición humana durante una epidemia . 
La novela nos transporta a una ciudad en donde una extraña enfermedad, una ceguera blanca, muy contagiosa, se extiende de un modo misterioso e incontrolable. La ciudad no tiene nombre, solo es el escenario de la tragedia que viven los personajes afectados por la dolencia. Tampoco los personajes tienen nombre, porque la enfermedad ha robado cualquier rasgo individual o personal convirtiéndolos a todos en ciegos.
También nosotros tenemos un paciente cero sin nombre: un hombre en un mercado chino, un inglés de vacaciones en Valencia, un alemán, un grupo de esquiadores en Austria, un turista en Milán y cuando el virus se extiende los enfermos pasan a ser la los contagiados, los contaminados o los infectados; somos los viejos vulnerables, los jóvenes seguros o la población de riesgo. Nuestra posición en el mundo se reordena de acuerdo con la agresividad del virus. 

La novela comienza en un semáforo en rojo en donde un hombre espera junto a otro grupo de automovilistas, en una mañana que parece normal como cada mañana, hasta que el semáforo se pone verde y todo cambia. Empieza la historia.
El hombre no arranca el coche ante el enfado de los otros conductores. Alugnos de ellos salen de sus coches y se acercan para ver qué sucede y entonces descubren la verdad: el hombre se ha quedado ciego. 
Las reacciones son el enfado porque el incidente impide que la vida continúe su ritmo normal; la condescendencia, personas que le animan buscando explicaciones absurdas del tipo "serán los nervios" para confortarlo y , sobre todo, la indiferencia. 
Cuando supimos que el paciente cero estaba en China no nos importó, no nos podía afectar ni cambiar nuestra normalidad. Somos una sociedad acostumbrada a la indiferencia, miramos sin preocuparnos como se derrite el hielo del Antártico, como bombardean países y sus habitantes se ahogan en el mar y cerramos nuestras puertas a quienes huyen de la miseria. La indiferencia con la que el mundo recibe la ceguera es la misma con que nosotros miramos al paciente cero y escuchamos las noticias que nos llegan de la lejana China. Incluso hacemos chistes racistas sobre el virus y los chinos. 

El hombre acude al médico, quien no encuentra una razón para la repentina ceguera y queda fascinado por el caso. El médico representa la ciencia que se muestra más interesada en la investigación de un nuevo virus que en la situación del enfermo. 
Pero todo cambia de un modo radical cuando al día siguiente el médico, los automovilistas que estuvieron cerca del ciego y los pacientes que estaban en la consulta mientras el paciente cero esperaba, advierten que se han quedado ciegos.
La sociedad asustada por el contagio los aísla, los encierra en un edificio medio en ruinas que fue un antiguo manicomio. Dos metáforas de la degradación y la locura que les espera en el confinamiento.
El coronavirus ha convertido estornudar en una agresión o dar un paseo en un ataque criminal. Nadie quiere formar parte de los contaminados. Todos quieren ser los normales, aunque no tengan nombre y sean personajes dentro del escenario de sus balcones: El que corre, la que saca el perro de madrugada, el que canta, el que cuenta chistes, el personal sanitario, los empleados de los supermercados o los que desinfectan quieren seguir perteneciendo a la cotidianidad de ayer aunque eso ya es imposible.

Los ciegos encerrados reciben alimentos que el gobierno les proporciona con la esperanza de que todo pase, es decir que se curen o se mueran, y la vida vuelva a su curso de siempre.
Es lo que todos deseamos, por eso estamos confinados, atendiendo órdenes humillantes de un estado de alarma que socava la dignidad humana. Acatamos cada día de encierro a la espera de que la vida vuelva por sus derroteros para empezar a construir el futuro; que se cure quien se tenga que curar y se muera quien se tenga que morir. 

En el manicomio comienza a emerger una sociedad nueva alejada de toda regla de comportamiento ético. Se forman dos grupos: uno en el que se encuentra la mujer del médico que es la única persona inmune a la enfermedad y que se hace pasar por ciega para ayudar a su marido, recayendo sobre ella la responsabilidad de ser los ojos de una sociedad ciega y de salvar la historia para la posteridad, y otro grupo, mucho más agresivo y malvado, que no duda en usar la violencia para acaparar los alimentos.
El primer grupo solo quiere comer pero el segundo quiere apoderarse de todo cuanto sea posible, no solo para comer sino para especular con la necesidad.

Hemos visto estantes vacíos en los supermercados, gente en largas colas para llenar los carros de productos de primera necesidad en un ataque de pánico a la escasez, sin preocuparse por la carencia que provocan a quienes vengan a comprar después. Hemos visto como el miedo acaba con el sentimiento colectivo y surge un individualismo egoísta. Comerciantes que disparan los precios de productos acuciantes para la protección de la población, productores que acaparan material, países que requisan aviones al paso por sus fronteras, empresarios que llaman a los periodistas para anunciar que van a donar una miseria en comparación con lo que van a ahorrar en impuestos por su buena acción. 
También la epidemia del coronavirus ha dividido el mundo entre los que solo quieren comer y los que quieren hacer negocio, exactamente como nos lo cuenta magistralmente Saramago.

Poco a poco, a medida que la plaga se extiende, los ciegos se van hacinando en el edificio y la sociedad nueva que han creado, sin más regla que la supervivencia, se va haciendo más violenta y degradada hasta llegar a la pérdida total de la dignidad. 

Hasta que, agotados por el denigrante encierro que les ha convertido en bestias, los ciegos del manicomio deciden salir a pesar de arriesgar sus vidas y la de los demás. L que encuentran es un mundo post-apocalíptico en el que todos están ciegos y la maldad y el egoísmo rigen los comportamientos. 

Una vez fuera de esos días de confinamiento todos seremos ciegos, deberemos llevar máscaras, no podremos reunirnos con amigos, ni hace protestas por nuestros derechos, porque el derecho de reunión seguirá suspendido y aunque todos esperamos regresar a la normalidad, sabemos que esta ya no puede llegar porque el virus la destruyó. 
El virus se irá como se fue la ceguera , pero nos quedará el miedo al futuro, que es esa ciudad de los ciegos de Saramago donde todos saben, a pesar de ver, quienes son, lo que pueden llegar a ser y que un día cualquiera alguien no podrá arrancar su coche cuando el semáforo se ponga verde.

Hemos sido cosificados mas que nunca con el virus, hemos sido privados de nuestra libertad, hacinados, encerrados, tratados como reclusos y cuando hemos salido a pasear hemos aceptado ser controlados, por la policía, increpados por los vecinos, observados ojos que enloquecen tras las ventanas. Hemos perdido nuestra dignidad, , hacinados en salas de pesadilla, enfrentados solos a la muerte. Decía una enfermera que los cadáveres son lavados con lejía y metidos en cajas sin nombre.  
De este mundo saldrá algo nuevo. Hay un sentimiento de fin de un tiempo, los economistas hablan de ritmo rápido de la historia, del fin del neoliberalismo, los científicos de una oportunidad para salvar el planeta del aniquilamiento, los gobiernos hablan de esfuerzo, y mientras tanto soplan fuerte los aires del noefacismo: la ciudad salvaje de los ciegos acecha y de nosotros depende en este periodo histórico más que no sea cierta esa frase terrible que nos deja Saramago en su magnífico Ensayo sobre la ceguera.